Bajo un lenguaje despojado de artilugios y contenido de la sostenida pasión de la verdad, penetramos en esta luz con los primeros versos con los que Jorge Nájar nos invita a su inquietante recorrido.
El inminente encuentro con sus paisajes interiores se convierte de inmediato en evocación e invocación de un canto que nos ubica en las desgarradoras estaciones del exilio, quizá ya no como añoranza geográfica definida, sino como exilio donde el poema gravita y nos instala en las entrañas de la palabra, para encontrar la veta del origen.
Desde el inicio de Canto ciego, vemos cómo emerge el poeta tropezando con su primera ansiedad de infinito. Apátrida desde el génesis mismo, se reconfirma ser humano perdido y divagante, entre: «la noche en la que combaten Caín y Abel /las dos caras del mismo canto que ahora entonas» y con esta desolada certeza su búsqueda se instaura en una apocalíptica travesía, con la que recorreremos el universo de sus sueños. «Adónde he de mirar, miope, de pie, /frente a la ventana del tren de la costa /lanzado hacia el extremo de la existencia, /sin regreso, sin brújula ni zapatos. /Adónde sino al artillero de la muerte/ que cruza el horizonte traicionero /en sentido contrario a mi destino».
Bajo la premisa de una incesante desolación que sólo pretende el hallazgo del espíritu, y aunque se haga esquiva la materia del camino, la voz va tejiendo esos Linderos que hacen posible el itinerario en su contenido de los contrarios y que permiten quizá (aunque el poeta lo descarte) las brújulas necesarias para un viaje que precede de ancestrales caminos y se dirige al cósmico estallido de la esencia. Así, con una imagen que pareciera arrancada de las páginas shakesperianas, continuamos este profundo acercamiento a su canto interior: «Quemado por esa sed te has ido /saltando barreras. Y allí, detrás de la cerca encontraste /la calavera de un zorro, el único /compañero de viaje en la oscuridad».
El anterior poema, tejido casi en los inicios del libro nos induce de inmediato a pensar que ya la naturaleza de su búsqueda no apunta a los confines de un sueño intacto ni de un paisaje definido. Desarraigado de sí mismo y mediante una ascesis que se asume como un deseo de infinitud a través de la prestidigitación en la que sólo queda flotando la médula del poema, se vislumbra ese tono de inquietante pluralidad, luz-sombra con el que Nájar se proyecta difuminadamente en su Hipogeo sagrado o galería subterránea, para que encontremos tanto lo enigmático orientalista como lo místico occidental, bajo formas que prevalecen desde el desarraigo hasta el despojamiento, mediante un extravío que pareciera fundirse en este intervalo búdico, donde el poeta se da la fascinante licencia de no pertenecer ya a «movimiento o raíz definida» para producir la temeraria pero consagratoria sentencia del poema.
No hay mediador, porque el interlocutor ha efectuado su dolorosa metamorfosis y en el lugar de las presencias, o su vacío, prevalecen como ejes centrales las compensadoras alas del misterio.
Vamos por una ruta larga entre imágenes que inauguran el decantamiento de una unidad inagotable, y que serán en adelante el faro para nuestro transcurrir por una palabra que nos arrastra con su extraña fuerza a la lectura también de sus Arcanos mayores, en los que surge como primigenio eslabón la voz de la tierra, tierra y voz como destino y errancia, en un tono de alegoría bíblica.
El poeta explosiona sus silencios, sus abandonos y sus búsquedas, catarsis para que de los poemas surja la evocación del canto de las sirenas de Ulises que permitieron al extraviado el hallazgo de las aguas del regreso, así como un retorno por las vertientes de la memoria a esa antigua ruta de la seda en los inhóspitos caminos de Marco Polo, gestando la utopía de las alianzas.
¿Regreso? Sí, pero ¿hacia dónde? Quizá –y conocedor de las grandes simbologías del enigma–, «hacia ninguna parte» porque en el equilibrio que «supone el olvido», sólo el devenir será posible pero dignificando los recuerdos o patentándolos de alguna manera con la evocación, como lo sugiriera en alguno de sus magistrales versos Giusseppi Ungaretti: «De otros diluvios/ una paloma escucho» y aquí escuchamos a Jorge Nájar, al hacedor de palabras, al poeta con sus recuerdos: ellas y él «Extraviados en el azul púrpura del cielo» induciéndonos ahora supraterrenalmente al encuentro de la epifanía, esa necesaria certeza que solamente fulge en las cenizas y que de una u otra forma nos alcanza con su sentida Canción del sepulturero: «Los cuerpos de nuestros padres /envueltos en sedería antigua /arrancados son de sus tumbas».
Su extravío, que también se hace nuestro, continúa. Nacemos a la pérdida en pos de un destino que nos oculta sus esquivas brújulas «Oye: ese fuego umbrío es ya una manera de vivir, /un silencio de estrella extraviada en la noche» y ya lejos de las palabras, incluso impotentes ante ellas, el mensaje se enciende como una antorcha nocturna, descubriéndonos la deriva del alma en esa patria extraviada de los sueños
Hemos asumido un destino, un pasado que ya es presente y que se convierte en linaje metafísico. Pero en los orificios de la memoria, en los ya sinsentidos de este universo re-creado por las búsquedas, continúan retumbando las migraciones de aquello innombrable con el verbo pero que prevalece gracias a la sensación de las atmósferas palpitantes en ese «Allí donde brota la luz». Todo se ha perdido o quizá no existió nunca, y visto el mundo a través de estas perturbadoras revelaciones, poeta y poema se «inmolan para testimoniarlo» con la pasión que encierra su perpetua Sombra rojiza: «Atrás quedan /la sombra rojiza del granado, el aroma /del espliego, la infancia de los pozos, /el fulgor de los afilados corazones. /Y la delicia de los cuerpos en la azotea /mientras avanzas hacia tu inmolación, /cuerpo enamorado de imposibles».
Sin esperanza sí, pero con la vaga alegría de un eje que lo redima, este Cuerpo enamorado de imposibles con su «redentora simbología», representa al compañero definitivo para recorrer el camino y a lo largo del libro se constituye en el templo donde «convergen todas nuestras raíces», según la vieja sabiduría china. Cuerpo que a pesar de la creciente soledad, de las quimeras o de los indisolubles abandonos, se manifiesta como la esfera de la erótica del libro, mostrándonos también al ser que se debate entre el reverso de sus miedos y la finitud de sus certezas, bajo imágenes que una y otra vez recuerdan los vestigios de nuestra frágil condición humana.
Perdido, hundido, reencontrado y vuelto a perder, de nuevo surge el interrogante, ese oscuro signo que nunca devela las respuestas, pero que contiene entre sus pliegues el posterior decantamiento que ratifica el hallazgo: «Toda tu heredad: el amor, el odio /a la sombra del mismo fuego».
Seguimos por este canto como por un río de aguas subterráneas y a partir de la segunda mitad del libro, la voz del poeta parpadea en otras latitudes, en otras profundidades ya no ecuatoriales ni distantes. Así, su grito que atravesó las dársenas y sobrevoló por ciudades de niebla, por paisajes ardientes, y por mascarones de proa que significaron su travesía entre difusas y lejanas aguas, y que complementaron el bagaje de sus anteriores libros, encuentra en esta nueva publicación el talismán que constituye un desafiante clamor metafísico: «Al otro lado del mundo, /donde abro camino en el silencio, /nunca aurora alguna fue tan hermosa /como aquella entre el hielo y el fuego».
El enigma de algunos de estos nuevos poemas, nos ubica en teoremas sunyatas, que simbolizan dentro de los caminos del budismo signos o revelaciones impensables por no estar definidos dentro de un sentido occidental. «Así vives, herido de espanto. Así, entre sudores, en pos de una presa».
Este viaje, que pareciera una Ruta del abismo está próximo a su final ¿Comienzo? Conocimos el caos, las fronteras del olvido, la añoranza de las montañas extraviadas, el rumor de las aguas oscuras, los rompeolas del silencio, los talismanes escondidos en los esplendores de la sangre, la misteriosa transparencia de los dioses antiguos, las palabras que sobreviven al bullicio del mundo y las corazas del guerrero. En el oráculo escuchamos el clamor del poeta, su mudo grito irreductible, lleno de ecos y de analogías que entre combinaciones lingüísticas trenzan una saudade inagotable, y que misteriosamente nos acercan a aquello que Gastón Bachelard llamaría la nostalgia de la nostalgia.
Hemos comprendido una vez más que todo camino lleva hacia lo inevitable. Pero allí, casi en su borde, al punto ya de la desaparición, depuestas las lágrimas y los orgullos, abandonado todo intento de búsqueda, encontramos de nuevo su oracular testamento, fe de hombre en su plegaria de infinito, clamor del hombre sobre la tierra: rostro de la «Poesía» siempre abierta, contenida y dispuesta, como un resurgimiento del Ave Fénix. «Me llevo el aire, el horizonte, el azul, /Ilusión, mecha que se apaga y nos alumbra. /Atrás dejo el peso de mis sueños, /la ceniza de mis zapatos...»
Como un asceta que quizá se ha despojado de todo, dejando atrás las caravanas, las rocas, la montaña con su fuego sagrado, los vastos trenes de las ciudades emergentes, encontramos a ese Monje que ha abandonando incluso una civilización que le es hostil y de cuyo contenido sólo es posible salvar un espíritu ahora dispuesto a un nuevo brote de luz: «al borde de los precipicios donde espero /la noche que tarda, el día que tarda, /la revelación de otra vida /que también tarda».
Y cerramos este libro de múltiples lecturas, nuevo alumbramiento con el que Jorge Nájar nos regala su palabra mayor, palabra de Poeta, que nos recuerda una vez más que sólo somos un definitivo silencio ante el rotundo temblor de las estrellas.
Desde el inicio de Canto ciego, vemos cómo emerge el poeta tropezando con su primera ansiedad de infinito. Apátrida desde el génesis mismo, se reconfirma ser humano perdido y divagante, entre: «la noche en la que combaten Caín y Abel /las dos caras del mismo canto que ahora entonas» y con esta desolada certeza su búsqueda se instaura en una apocalíptica travesía, con la que recorreremos el universo de sus sueños. «Adónde he de mirar, miope, de pie, /frente a la ventana del tren de la costa /lanzado hacia el extremo de la existencia, /sin regreso, sin brújula ni zapatos. /Adónde sino al artillero de la muerte/ que cruza el horizonte traicionero /en sentido contrario a mi destino».
Bajo la premisa de una incesante desolación que sólo pretende el hallazgo del espíritu, y aunque se haga esquiva la materia del camino, la voz va tejiendo esos Linderos que hacen posible el itinerario en su contenido de los contrarios y que permiten quizá (aunque el poeta lo descarte) las brújulas necesarias para un viaje que precede de ancestrales caminos y se dirige al cósmico estallido de la esencia. Así, con una imagen que pareciera arrancada de las páginas shakesperianas, continuamos este profundo acercamiento a su canto interior: «Quemado por esa sed te has ido /saltando barreras. Y allí, detrás de la cerca encontraste /la calavera de un zorro, el único /compañero de viaje en la oscuridad».
El anterior poema, tejido casi en los inicios del libro nos induce de inmediato a pensar que ya la naturaleza de su búsqueda no apunta a los confines de un sueño intacto ni de un paisaje definido. Desarraigado de sí mismo y mediante una ascesis que se asume como un deseo de infinitud a través de la prestidigitación en la que sólo queda flotando la médula del poema, se vislumbra ese tono de inquietante pluralidad, luz-sombra con el que Nájar se proyecta difuminadamente en su Hipogeo sagrado o galería subterránea, para que encontremos tanto lo enigmático orientalista como lo místico occidental, bajo formas que prevalecen desde el desarraigo hasta el despojamiento, mediante un extravío que pareciera fundirse en este intervalo búdico, donde el poeta se da la fascinante licencia de no pertenecer ya a «movimiento o raíz definida» para producir la temeraria pero consagratoria sentencia del poema.
No hay mediador, porque el interlocutor ha efectuado su dolorosa metamorfosis y en el lugar de las presencias, o su vacío, prevalecen como ejes centrales las compensadoras alas del misterio.
Vamos por una ruta larga entre imágenes que inauguran el decantamiento de una unidad inagotable, y que serán en adelante el faro para nuestro transcurrir por una palabra que nos arrastra con su extraña fuerza a la lectura también de sus Arcanos mayores, en los que surge como primigenio eslabón la voz de la tierra, tierra y voz como destino y errancia, en un tono de alegoría bíblica.
El poeta explosiona sus silencios, sus abandonos y sus búsquedas, catarsis para que de los poemas surja la evocación del canto de las sirenas de Ulises que permitieron al extraviado el hallazgo de las aguas del regreso, así como un retorno por las vertientes de la memoria a esa antigua ruta de la seda en los inhóspitos caminos de Marco Polo, gestando la utopía de las alianzas.
¿Regreso? Sí, pero ¿hacia dónde? Quizá –y conocedor de las grandes simbologías del enigma–, «hacia ninguna parte» porque en el equilibrio que «supone el olvido», sólo el devenir será posible pero dignificando los recuerdos o patentándolos de alguna manera con la evocación, como lo sugiriera en alguno de sus magistrales versos Giusseppi Ungaretti: «De otros diluvios/ una paloma escucho» y aquí escuchamos a Jorge Nájar, al hacedor de palabras, al poeta con sus recuerdos: ellas y él «Extraviados en el azul púrpura del cielo» induciéndonos ahora supraterrenalmente al encuentro de la epifanía, esa necesaria certeza que solamente fulge en las cenizas y que de una u otra forma nos alcanza con su sentida Canción del sepulturero: «Los cuerpos de nuestros padres /envueltos en sedería antigua /arrancados son de sus tumbas».
Su extravío, que también se hace nuestro, continúa. Nacemos a la pérdida en pos de un destino que nos oculta sus esquivas brújulas «Oye: ese fuego umbrío es ya una manera de vivir, /un silencio de estrella extraviada en la noche» y ya lejos de las palabras, incluso impotentes ante ellas, el mensaje se enciende como una antorcha nocturna, descubriéndonos la deriva del alma en esa patria extraviada de los sueños
Hemos asumido un destino, un pasado que ya es presente y que se convierte en linaje metafísico. Pero en los orificios de la memoria, en los ya sinsentidos de este universo re-creado por las búsquedas, continúan retumbando las migraciones de aquello innombrable con el verbo pero que prevalece gracias a la sensación de las atmósferas palpitantes en ese «Allí donde brota la luz». Todo se ha perdido o quizá no existió nunca, y visto el mundo a través de estas perturbadoras revelaciones, poeta y poema se «inmolan para testimoniarlo» con la pasión que encierra su perpetua Sombra rojiza: «Atrás quedan /la sombra rojiza del granado, el aroma /del espliego, la infancia de los pozos, /el fulgor de los afilados corazones. /Y la delicia de los cuerpos en la azotea /mientras avanzas hacia tu inmolación, /cuerpo enamorado de imposibles».
Sin esperanza sí, pero con la vaga alegría de un eje que lo redima, este Cuerpo enamorado de imposibles con su «redentora simbología», representa al compañero definitivo para recorrer el camino y a lo largo del libro se constituye en el templo donde «convergen todas nuestras raíces», según la vieja sabiduría china. Cuerpo que a pesar de la creciente soledad, de las quimeras o de los indisolubles abandonos, se manifiesta como la esfera de la erótica del libro, mostrándonos también al ser que se debate entre el reverso de sus miedos y la finitud de sus certezas, bajo imágenes que una y otra vez recuerdan los vestigios de nuestra frágil condición humana.
Perdido, hundido, reencontrado y vuelto a perder, de nuevo surge el interrogante, ese oscuro signo que nunca devela las respuestas, pero que contiene entre sus pliegues el posterior decantamiento que ratifica el hallazgo: «Toda tu heredad: el amor, el odio /a la sombra del mismo fuego».
Seguimos por este canto como por un río de aguas subterráneas y a partir de la segunda mitad del libro, la voz del poeta parpadea en otras latitudes, en otras profundidades ya no ecuatoriales ni distantes. Así, su grito que atravesó las dársenas y sobrevoló por ciudades de niebla, por paisajes ardientes, y por mascarones de proa que significaron su travesía entre difusas y lejanas aguas, y que complementaron el bagaje de sus anteriores libros, encuentra en esta nueva publicación el talismán que constituye un desafiante clamor metafísico: «Al otro lado del mundo, /donde abro camino en el silencio, /nunca aurora alguna fue tan hermosa /como aquella entre el hielo y el fuego».
El enigma de algunos de estos nuevos poemas, nos ubica en teoremas sunyatas, que simbolizan dentro de los caminos del budismo signos o revelaciones impensables por no estar definidos dentro de un sentido occidental. «Así vives, herido de espanto. Así, entre sudores, en pos de una presa».
Este viaje, que pareciera una Ruta del abismo está próximo a su final ¿Comienzo? Conocimos el caos, las fronteras del olvido, la añoranza de las montañas extraviadas, el rumor de las aguas oscuras, los rompeolas del silencio, los talismanes escondidos en los esplendores de la sangre, la misteriosa transparencia de los dioses antiguos, las palabras que sobreviven al bullicio del mundo y las corazas del guerrero. En el oráculo escuchamos el clamor del poeta, su mudo grito irreductible, lleno de ecos y de analogías que entre combinaciones lingüísticas trenzan una saudade inagotable, y que misteriosamente nos acercan a aquello que Gastón Bachelard llamaría la nostalgia de la nostalgia.
Hemos comprendido una vez más que todo camino lleva hacia lo inevitable. Pero allí, casi en su borde, al punto ya de la desaparición, depuestas las lágrimas y los orgullos, abandonado todo intento de búsqueda, encontramos de nuevo su oracular testamento, fe de hombre en su plegaria de infinito, clamor del hombre sobre la tierra: rostro de la «Poesía» siempre abierta, contenida y dispuesta, como un resurgimiento del Ave Fénix. «Me llevo el aire, el horizonte, el azul, /Ilusión, mecha que se apaga y nos alumbra. /Atrás dejo el peso de mis sueños, /la ceniza de mis zapatos...»
Como un asceta que quizá se ha despojado de todo, dejando atrás las caravanas, las rocas, la montaña con su fuego sagrado, los vastos trenes de las ciudades emergentes, encontramos a ese Monje que ha abandonando incluso una civilización que le es hostil y de cuyo contenido sólo es posible salvar un espíritu ahora dispuesto a un nuevo brote de luz: «al borde de los precipicios donde espero /la noche que tarda, el día que tarda, /la revelación de otra vida /que también tarda».
Y cerramos este libro de múltiples lecturas, nuevo alumbramiento con el que Jorge Nájar nos regala su palabra mayor, palabra de Poeta, que nos recuerda una vez más que sólo somos un definitivo silencio ante el rotundo temblor de las estrellas.