El
homo eroticus
Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo
Osorio
Su extensa y
reveladora obra literaria está integrada por los diversos géneros en que
incursionó, teatro, poesía, cuento, novela y ensayo, constituyéndose éstos dos
últimos en su mayor aporte a las letras mexicanas: 29 libros de ensayo entre
los que sobresalen Cruce de caminos (1965), Nueva
visión de Klee (1966), Rufino Tamayo (1967) La
aparición de lo invisible (1968) Nueve pintores mexicanos (1968) Manuel
Álvarez Bravo (1968), Teología y pornografía, Pierre
Klossowski en su obra (1981), La erancia sin fin: Musil,
Borges, Klossowski (1981), Una lectura pseudognóstica de la
pintura de Balthus (1987), Ante los demonios (1993)
y Entre las líneas, entre las vidas (2001). Publicó además 14
novelas que lo ubican como uno de los más prolíficos escritores
mexicanos: La casa en la playa (1966), La presencia
lejana (1968), La vida perdurable (1970), El
nombre olvidado (1970), Crónica de la intervención (1982), Inmaculada
o los placeres de la inocencia (1989) y Pasado presente (1993)…
El erotismo, es
hollado aquí por uno de sus más refinados y perturbadores maestros de la novela
hispanoamericana, durante una titánica pugna librada contra su cuerpo
petrificado a causa de una penosa enfermedad degenerativa. Diálogo que
trasciende los embates del pensamiento, para tornarse como lo proponía Artaud,
en una estremecedora contienda física.
.
Eran las tres de la
tarde en Coyoacán, exactamente la hora de la cita acordada con varios días de
antelación y ansiosos indagábamos en todas las esquinas por la calle Alberto
Zamora, cuando finalmente, como es usual en esa desmesurada ciudad, una mujer que
parecía escapada de un cuadro de Rivera improvisándose de guía decidió
acompañarnos hasta la puerta con el número buscado. Nos preguntó la
nacionalidad e inquirió por nuestro afán. Le explicamos que íbamos con retraso
a un encuentro con el genial autor de la más extensa novela escrita en América
Latina: Crónica de la intervención. Y ella enojada
replicó: Es lamentable, a todos en este país les dio por escribir sobre
política. Sonreímos porque siempre nos había fascinado que ese título
de García Ponce correspondía a la más exquisita novela erótica escrita en
nuestro continente.
En previas
conversaciones telefónicas habíamos convenido con Meche, último ángel protector
de Juan, la oscura forma en que se realizaría la entrevista. Nos preocupaba su
precario estado de salud por todos anunciado e incluso la tarde anterior el
gran escritor Salvador Elizondo había sugerido ciertas claves para que el
encuentro fuera menos impresionante para nosotros y más enriquecedor.
Pronto estuvimos
frente al número indicado cuyo timbre oprimimos repetidas veces sin obtener
respuesta, y cuando pensábamos desistir apareció Meche vestida de blanco, y
hablándonos casi en susurros nos invitó a seguir, señalándonos el lugar exacto
donde debíamos sentarnos según la planeada puesta en escena de la entrevista.
No comprendíamos aún el por qué de los extremos detalles previstos para el
encuentro. Imperaba dentro de esta casa sombría una misteriosa ceremonia en la
que pronto deberíamos participar.
La mujer se
disculpó diciendo que nos abandonaría por algunos minutos. Nos sobresaltamos al
escuchar sonidos metálicos extraños que venían desde el fondo de la casa
mientras contemplábamos los innumerables e inquietantes cuadros que vestían las
paredes. Junto a un retrato de Juan García Ponce, encontramos las propuestas
pictóricas de los más importantes artistas mexicanos, que avalaban su pasión
por las artes plásticas, y a cuya crítica siempre dedicó gran parte de su obra
ensayística.
Un ruido seco
atravesó el corredor y nos arrancó de la contemplación. Vimos a Juan García
Ponce, con su invariable cara de niño, conducido en una silla de ruedas por
Meche. Al aproximarse nos sonrió tristemente.
Levantándonos
apresuradamente para saludarlo, extendimos nuestras manos que se quedaron
suspendidas sin obtener respuesta. Meche se excusó en voz baja explicando que
no podría saludarnos así, porque su inmovilidad era casi total. Un viento
helado recorrió por nuestra espalda. No sabíamos cómo volver a sentarnos.
En ese instante
García Ponce pronunció sonidos para nosotros incomprensibles que nos recordaron
los maravillosos encuentros con extraterrestres en los cuentos de Bradbury.
Ante nuestro estupor ella anunció que serviría de intérprete, confesándonos que
después de haber sido su esposa durante varios años había regresado para ser su
enfermera y su escribana.
Nos contó también
mientras abrazaba a Juan, la sorprendente fuerza creativa que lo animaba a
diario para dictar en monosílabos su extensa obra. Explicó que su enfermedad
degenerativa había comenzado antes de los treinta años y que fue ganándolo
paulatinamente: «Inició por sus piernas, luego afectó sus brazos,
después paralizó sus manos, y ahora quitándole movilidad al rostro empezó a
entorpecer su lengua».
Al observar nuestra
perplejidad Juan pidió a Meche que nos ofreciera un vino y preguntó nuestros
nombres. Inexplicablemente los dijimos partiendo las sílabas, tartamudeando,
sin comprender aún que en él habitaba la terrible paradoja de una mente
vertiginosa y lúcida atrapada en un cuerpo casi petrificado.
Bebimos el vino con
ansiedad y comprendiendo el extraordinario esfuerzo que debía realizar para
hablar, nos excusamos por nuestra visita tratando de hallar un pretexto para
huir.
De repente expresó
su felicidad por nuestra visita y pidiéndole a Meche que le humedeciera los
labios con vino manifestó su complacencia por nuestra nacionalidad. Ella empezó
la ardua traducción de sus palabras.
—Tengo grandes
amigos colombianos... Conozco ese maravilloso país. Recuerdo el día en que
Mutis desolado me trajo una horrible noticia: Se nos murió Álvaro
Cepeda..., dijo quebrando su voz. Yo sentí un dolor de
poema español al pensar que El Nene no volvería a estar entre
nosotros. Por mucho tiempo me pareció imposible que alguien tan vital hubiese
sido cazado tan rapazmente por la muerte. Y miren, yo aquí todavía...
Meche acercándolo
en su silla un poco más hacia nosotros, en un acto generoso que nos obligó a
continuar, recordó cómo fue cambiando en García Ponce el proceso de su
escritura desde que le advino la parálisis degenerativa. Luego explicó:
—Cuando escribió
las dos mil páginas de Crónica de la intervención debió
hacerlo con una sola mano que además empezaba a no responderle. Posteriormente
se vio abocado a dictar sus escritos, y para corregirlos debía pasar las hojas
ayudado por precisos soplos. Ahora que su voz comenzó a traicionarlo y se ha
vuelto una sucesión de sonidos extraños, sólo yo lo entiendo. A veces imagino
su soledad...
—En ocasiones me
siento amurallado —dijo Juan—, como entre una armadura, y a pesar de tener en
mis labios una palabra o una historia perturbadora me es imposible comunicarme.
Pronto sólo me va a quedar el derecho de ver...
Meche intervino:
—Todas las mañanas
debe hacer cuatro horas de difíciles ejercicios con el fin de que la
inmovilidad no le gane por completo los músculos de su rostro y de su lengua, y
lo más increíble es que él nunca desfallece.
Afectados la
miramos como implorando su ayuda para rebasar ese momento angustioso, y ella
entendiéndolo nos propuso comenzar nuestra conversación con el maestro,
excusándose por la lentitud que tendrían las respuestas.
—En su obra el
erotismo casi siempre es una consagración de la mirada, un reino del
observador. ¿Será como lo postula Octavio Paz una teología unitiva y estética
del voyeur?
—Pienso que el
erotismo se apropia ante todo del sentido de la vista. Por medio de él logra
fijar la imagen sensible adquiriendo su poder religioso, que luego se magnifica
en el recuerdo. Supongo que Bataille creía lo mismo cuando en sus novelas era
tan definitiva la contemplación. No me parece tampoco gratuito que haya
titulado una de sus obras más escandalosas: Historia del ojo.
—Según Bataille:
religión, arte y amor son los únicos puentes que conducen al erotismo, a esa
posibilidad del Ser que nos ofrece la unidad. Pero esa Unidad que para él es la
de la muerte ¿podría ser desde otra óptica la abolición del Yo, es decir el
encuentro de la verdadera vida existente en esas tres fases extremas?
—Ese extenso
estudio sobre el erotismo de Bataille siempre me ha deslumbrado. Sin duda
existe un vórtice en donde convergen las experiencias más profundas del hombre
y es posible suponer que sea la muerte. Bataille analiza la semejanza de la
experiencia mística, con la amorosa y con el éxtasis de la creación artística,
y a la luz de su estudio es asombroso el parecido. Él imagina que las tres
experiencias conducen a un estadio del espíritu definido como erotismo. Según
esto el erotismo podría abolir nuestra soledad existencial, unificarnos,
encontrarnos con nosotros mismos... En cuanto a la pregunta que me han hecho,
creo que la abolición del Yo, posibilidad más oriental, sería en su extremo
dialéctico otra forma de la unidad, es decir el encuentro del Yo en su más alta
y peligrosa definición. El amante, el artista, el místico, anulan su Yo para
convertirse en todos los hombres; o dándole la vuelta a la formulación,
expresan su Yo a la más alta potencia para convertirse en nadie.
Luego de su extensa
respuesta notamos que la respiración de García Ponce se hizo más entrecortada y
Meche con preocupación sugirió que dejáramos un cuestionario para ser
respondido por escrito antes de nuestro regreso a Colombia. Juan enfadado
desaprobó su propuesta y nos instó a formular la siguiente pregunta.
—Si como se ha
dicho la obra de Sade fue escrita contra el erotismo por ser tan reiterativa y
sobre todo porque niega relaciones de seducción ¿cree que podría existir un
erotismo sin seducción?
—En Sade existe un
método destructor que no admite concesiones, donde el poder es avasallante, y
donde la víctima, por así decirlo, nunca puede liberarse... Sospecho que carece
de ese juego, de esa tensión, de ese miedo a la pérdida que postula la
seducción. Las imágenes son demasiado reiterativas, no hay nada escondido y la
blasfemia irrumpe siempre como dicha por un niño perverso. Creo que el erotismo
en su manifestación más sublime requiere de un enigma en constante
confrontación.
—En El
Nuevo desorden amoroso Bruckner y Finkielkraut intentan desorientar el
centralismo freudiano del erotismo y toda la concepción fálica del
psicoanálisis, diversificando los focos eróticos del cuerpo y dándole otro
sentido a zonas que hacen posible una verdadera existencia sexual femenina,
homosexual y quizás masculina, para así poder combatir el concepto de
"grado cero" de la sexualidad femenina estipulado por Roland Barthes.
¿Ese cambio de relación, de des-objetivación erótica pondría en peligro al
erotismo?
—Es posible que estemos
conquistando las estrellas pero aún ignoramos mucho sobre el cuerpo. Me parece
pertinente la tentativa de que en él puedan desplazarse los centros sensibles y
encontrar otras geografías de placer. En cuanto al grado cero barthiano
de la sexualidad femenina supongo que podría tener una raigambre cultural, o
que obedece a su visión parcial y personal de la sexualidad. ¿Grado cero...? No
puedo entender estos profundos fenómenos con números.
—¿Comparte con
Jean Baudrillard la idea de que la seducción (esa profundidad de la superficie)
es el poder que la llamada liberación femenina le ha ido restando a la mujer y
que en otro tiempo consagró su matriarcado?
—La seducción es un
gigantesco poder que la mayoría de las veces le ha tocado ejercer a la mujer
(no al hombre) para poder sobrevivir y alcanzar sus horizontes. El hombre ha
ejercido poderes más claros y triviales. La seducción plantea un juego de
inteligencias, de imágenes, de palabras, en donde es difícil salvarse. La
liberación femenina que ha sido muy necesaria ha caído en una peligrosa trampa:
explicar a la mujer, despojarla de ese enigma que le concedía
la eficacia de su poder. En Crónica de la intervención, se
plantea la posibilidad entre la pareja protagónica, de que la mujer sea sólo un
objeto, pero con la alta implicación erótica de totalidad que eso puede tener
para una persona que carece de prejuicios, y con el sentido de que es imposible
saber dentro del mundo sutil de la sexualidad la frontera entre la víctima y el
victimario.
—En Crónica
de la intervención, de la inevitable relación erótica del alter-ego se
va más allá y se postula un alter-corpus con sus protagonistas: Mariana y María
Inés. Sin embargo el mito fatal del doble ya escrito por Allan Poe vuelve a
cumplirse. ¿Ese doble o sus versiones posibilitadas por el amor estará siempre
asediado por la muerte?
—La identidad nunca
soporta la negación que constituye la existencia del doble, y filosóficamente
tiende a destruirlo. En William Wilson de Poe como en tantas
historias de la literatura fantástica ese mito conduce eternamente a que el
doble pierde inexorablemente a su espejo. Es el amor al Yo, el mito de Narciso,
que siempre esconde su simplificación en la muerte.
—Me impresiona que
conozcan tanto ese libro casi desconocido en México por haber sido publicado
por una editorial española. Ahora aparecerá una edición más próxima que
entregará esta novela al público de mi país. Pienso que la postulación
filosófica de mi amigo Pierre Klossowski de que sólo se puede ofrecer aquello
poseído por completo es incuestionable, además de que en su trilogía Roberta
esta Noche tiene implicaciones de un altísimo erotismo. En Crónica
de la Intervención esta
posibilidad se da en parte, pero quizás la propuesta es asistir a la magia de
poseer dos universos idénticos, dos mujeres que son una y no lo contrario —lo
cual me resultaría obvio–, dos hembras misteriosas que se asemejan hasta el
vértigo, o en otras palabras, todos los rostros de una misma persona. Aunque yo
soy el menos indicado para hablar de aquello.
—Nunca nos
resignaremos a que al final de Crónica... usted haya decidido
matar a Mariana, esa fascinante mujer-animal... que nos acompañó y hechizó
durante más de mil páginas.
—Yo no la maté, la
mató el ejército. Es frecuente que el poder ultime la obra del amor.
—¿Sólo existe lo
que perturbamos como decía Butor?
—A él nunca lo he
leído, pero creo que mi María Inés-Mariana debe haberlos perturbado bastante
para que hayan venido desde Colombia a preguntarme por algo tan inútil como mis
obsesiones. Sí, existe lo que perturbamos, y algo más, perturba lo que no
existe.
Después de más de
dos horas de combate con la puesta de su pensamiento en palabras lo advertimos
muy fatigado. Juan García Ponce había desplegado su atormentada lucidez, su
profunda condición humana, y él, el genial novelista, el reconocido ensayista,
el agudo crítico de las artes plásticas, con esa fatal eterna juventud a la que
lo había condenado paradójicamente la enfermedad, nos animó a que usáramos
nuestra cámara de viajeros para conservar el testimonio de esa tarde en la que
sólo hablamos de su tema favorito: el erotismo; pero no permitió que
obturáramos hasta que Meche organizara un poco el escenario y acomodara sus
cabellos. El escritor quiso que nos ubicáramos a su lado, y luego esforzándose
en alzar la cabeza posó para las fotografías con su rostro adolescente.
Lo abrazamos
conmovidos y nos despedimos mientras él con insistencia nos hizo prometer que
volveríamos.
Pero el
único regreso seguro para un escritor —Juan— es en la palabra.