Una maravillosa autoconciencia narrativa

Por Alvaro Pineda Botero
Cuando recibí Itinerarios de la sangre sentí lo que expresa Violeta –tu personaje– cuando recibe el manuscrito:
“Las palabras cayeron haciendo un extraño nudo en la garganta. Aralia le entregaba su destino y ella, allí, inmóvil, viéndola alejarse mientras apretaba esos papeles, sintió que el peso del mundo le golpeaba la cara… ¿Cómo aportar luces y comentarios? ¿Con qué bases aportar algunos cuestionamientos? ¿Por qué no confió ese trabajo a sus desesperadas compañeras de tertulia? (…) Una rara palpitación sacudió el ritmo de la sangre. No diferenciaba claramente si los textos contenían la realidad inmediata de Aralia o su imaginación. Era preciso sin embargo inmiscuirse un poco más, adentrarse en esas páginas, aunque al final la novela resultara ser apenas un inventario de la fantasía”.
Llevado por el turbión del relato, acudían a mi mente inquietudes similares a las de Violeta. A veces sentía el vértigo de las metáforas y las emociones íntimas elementales. Otras, la ansiedad del drama contenido. Al terminar la lectura, y como ocurre siempre con las grandes obras, fueron más las preguntas que las respuestas: ¿Se trata de una novela? El texto mismo lo plantea: “Clarificar si el manuscrito termina siendo una novela, un poema extenso, una sucesión de cuentos, o simplemente una memoria intacta”. O lo que sugiere en otro lugar: “novela-diario, novela-ficción, novela-sangre. Podía haber sido escrita ayer o mañana”. Y, respecto de la estructura: “los tiempos de la vida no son lineales… en esas páginas se jugaba con tú-yo-nosotros y el otro”.
Esta maravillosa auto-conciencia narrativa se constituye de varias voces que cuentan una historia antigua de ausencias, amores, encuentros y desencuentros; de muertos, heridos, torturados, desaparecidos; de utopías fracasadas, de tragedias nacionales. Está, en primer lugar, Aralia. Trata de escribir, o mejor, escribe una obra literaria. Está, luego, Violeta, su amiga y primera lectora. Y unos personajes masculinos: Timonel y Nómada –protagonistas de la acción–; el Hombre Color de Arena –un extranjero que se enamora de Violeta cuando lee los textos de Aralia–; Nalu –cuyo ser se diluye entre los embates de la imaginación y las sombras de la noche–, Nalu que bien puede ser el “Nacido de la luna” o, simplemente, Lu-Na. Muchos textos están dirigidos a él; es el lector ideal, el paradigma de todos los lectores.
Pero lo extraño de este andamiaje es que pronto descubrimos que no se trata de un relato en el sentido corriente, ni de un tratado sobre cómo escribir ficción. Se trata del inventario poético de lo que viven y sienten unos lectores cuando leen lo que Aralia ha escrito, o lo que está escribiendo. La emoción, el peligro, la incertidumbre y la aventura ocurren en el momento de leer. Las hojas pasan a Violeta, quien lee fragmentos y se los deja leer a otro personaje. Los trozos circulan en fotocopia; son comentados a veces en grupo, a veces en monólogos. Influyen en los comportamientos, determinan emociones; y ese texto, que finalmente no sabemos si es una novela, un poemario, un diario, una colección de cartas, o la suma de todos las anteriores, se convierte por la magia de la poesía en el verdadero protagonista de lo narrado.   
Entre los telones narrativos aparecen los eventos dolorosos que marcaron nuestra generación: el secuestro de la espada de Bolívar, el robo de armas en el Cantón Norte, la toma del Palacio de Justicia, y tantas muertes, torturas y desapariciones. Los personajes son herederos de un pasado violento y oscuro y están perdidos en un presente sin horizonte ni esperanza. Asumen su destino como una herida inmensa, nunca cicatrizada, una herida que es también una razón de vida y de escritura.

 La novela se lee con emoción poética y dramatismo sostenido. El lenguaje está lleno de perlas y metáforas deslumbrantes: monólogo de los relojes en la ardua travesía del tiempo, más allá de la cima de la tristeza, un eco de invisibles plañideras, misteriosa y callada en la profundidad de las tormentas, la noche paseándose bajo un viento tranquilo, vivir era quemarse en los ácidos del tiempo, muda tristeza de la sonrisa, veneno de la miel; para mencionar algunas. Mientras la acción descansa y la tensión disminuye, el discurso se regodea en esos pozos poéticos de incomparable belleza.