Ensayos

MISTERIOSA PRESENCIA
Si como dice Nietzsche “alma es sólo una palabra para designar algo del cuerpo”, es posible que la belleza, su obcecada búsqueda, su inmanente perplejidad, no sea nada distinto a una de las habitaciones de esa alma. 
En ella se condensan los grandes enigmas que nos estremecen, y quien mejor la ha descrito en sus abismos interiores es la poesía. Por sus líneas transcurre de lo tangible a lo imaginario y se alimenta inconsciente y subjetivamente de fascinantes fulgores instantáneos que van de la retina a la sensación, para eslabonarse finalmente de una manera misteriosa en el poema.
Una palabra, el roce de una piel,  el sonido del agua, el temblor de una hoja, o una simple rosa desmayada, (el verso es de mi autoría) por citar apenas algunas instancias, contienen en su epicentro toda una conjunción de luces y de sombras capaz de abismarnos hasta el punto de las más hondas interrogaciones, porque allí, implícita y despojadamente, anida el corazón de la belleza.
Descifrar entonces  la supra-sensibilidad que nos procura, sería tan temerario como inventariar los granos de arena de una playa o desentrañar el alma de la música, porque tal vez la única respuesta a sus hallazgos, se encuentre en las pulsaciones de la sangre
Si como lo afirmara Borges, “un texto es el cambiante río de Heráclito”,  no menos cierto es que la belleza hace parte de las ondas de ese río, y por lo tanto va  y viene al arbitrio de inquietantes y a veces irrepetibles momentos.
Sabemos que se templa el arco, que la flecha se lanza,  pero nunca sabremos su destino, porque el poema es quien nos elige, y nosotros, apenas escribanos, seguimos los dictados de su esencia.  Quizás entonces desde esa línea invisible que se traza entre la contemplación y el sentimiento, surge la nuez de la belleza como un capullo que se abre a la flor, o un torrente de ceniza que vuela con el viento.
Tal vez un punto de partida hacia esta percepción, esté contenido en la Elegia Primera del Duino de Rainer María Rilke, cuyas versos iniciales nos ubican en el epicentro de un enigmático  clamor:

“¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre la jerarquía de los ángeles?
Y aun si de repente algún ángel me apretara contra su corazón,
me suprimiría su existencia más fuerte,
pues la belleza no es sino el principio de lo terrible, que aún podemos soportar!

Esta metamorfosis de lo angelical a lo terrible se convierte entonces en una de las más misteriosas apreciaciones de la belleza, porque en ella adviene analógicamente nuestra falible definición sobre el sentido sublime de lo angelical y la conmovedora sentencia de su poder destructivo.

“Todo ángel es terrible…

continúa Rilke. Y en este aparente contrasentido, se derrama el vaso íntegro de la belleza poética instaurando insospechadas atmósferas, porque forma y fondo dejan de pertenecer a los  anales de la razón, para ser parte íntegra de los paradigmáticos territorios del sentimiento.

En uno de los más hermosos versos de Rimbaud, hallamos  otro claro ejemplo de ese universo ontológico, en el cual, dentro de contrarios de apariencia cotidiana, está implícito el vórtice metafórico de una quizás secreta y desconcertante parábola:

“Senté a la belleza sobre mis rodillas, y me supo amarga y la injurié”

No búsqueda, sino hallazgo ya, el poeta parece decirnos cómo la fascinación de la belleza lo satura y por lo tanto es necesario destruirla, y es allí precisamente, en la melancolía de esa destrucción, donde se da el summum de belleza del poema.
Creemos interpretar la imaginativa condición de la belleza, pero si quisiéramos escudriñar lo que ella significa al alma del poeta, tendríamos que volver al arco, intentar la aprehensión de ese instante de magia y reconocer que siempre desconoceremos el fantástico destino de esa flecha que se lanza al vacío.

Especial para: Entre el aliento y el precipicio: Poéticas sobre la belleza
Between the Breath and the Abyss Poetics on Beauty
Amargord Editorial (Mayo 2019)




(Ensayo)

Por Amparo Osorio

Extraño destino el de las cartas! Traduciendo el espacio que habitan, extraemos de ellas una conciliación de lo imaginario o real que oscilaba en la esencia del remitente, y que fisuró el espacio del destinatario, para involucrarnos (intrusos accidentales) por un vértice luminoso que permite iniciar la búsqueda de unidad entre sus protagonistas.
En su epicentro, como en un poema que el remitente iniciase consigo mismo, quedan las fracturas de su espíritu al desnudo, impregnando de luz o sombra las atmósferas. Lectores ya atrapados, observadores agudos de la magnificencia epistolaria, iniciamos nuestra errancia por las fronteras de lo visible e invisible y orillando la luz, ahondamos en la certidumbre y emoción (aunque la emoción subsista sola), para iniciar a la vez nuestra correspondencia mental, inacabable e inacabada, por la inmensidad de sus navegantes.
Cartas del Verano de 1926, es la nave de nuestra travesía. Sus tripulantes, tres voces omnipresentes: Rainer Maria Rilke, Marina Tsvietáieva, y Boris Pasternak con cuya bitácora penetramos a la comunicación plena de sus desvelos, que en adelante serán los nuestros, por una húmeda hechura que conducirá tan sólo a profundos y desgarradores interrogantes. ¡Sólo el silencio contiene todas las respuestas! Más es posible también, que a lo largo de esta lectura y mientras ocultos con su sombra van surgiendo los fragmentos de un destino que rehusó a ser instante corpóreo y de un presente (el de ellos) que se transformó y aplazó en los segmentos de la invisibilidad, nos situemos en el oscuro círculo de una evanescencia incesante, por la que asumiremos el hundimiento.
Asistimos entonces al itinerario de mundos interiores y de acontecimientos simbólicos, donde se puede medir la lejanía íntima de cada uno de los protagonistas desplegándose en la espiritualidad de sus cauces. En su palabra de soledad monologamos todos los sueños oscuros para tropezar con el sentimiento amargo que dejan las presencias no consumadas. Héroes espirituales, Rilke, Pasternak y Tsvietáieva, errantes pasajeros de un verano que les estalló en las manos, desequilibran la ilusión, para mostrarnos una vez más y de manera definitiva, una de las máscaras del desamparo (el rostro del amor imposible), al que sólo pudieron acceder sublimándolo con la palabra desnuda de sus cartas. Tres amores disgregados por otros amores y otros desencuentros. Tres sueños en busca de su alma encarnada y una extraña ilegibilidad en el centro de esta correspondencia: la fascinación del desarraigo sustituyendo la pa­sión silenciosa. En la medida en que se alejan de lo posible (el límite del encuentro) —y en ello Marina Tsvietáieva es quizá la portadora más intuitiva de la imposibilidad— se ocultan y refugian en la esencia de sus mundos. Tsvietáieva encarna el de los sueños: «Si alguien nos soñara juntos, nos encon­traríamos. ¡Vive en mis sueños!» dice a Rilke en una de sus cartas fechadas el 1o de enero de 1927. Pasternak se revierte en la defensa de la subjetividad inmortal abstraída del hombre, conside­rando «al alma el eterno círculo de acción y el contenido fundamental del arte». Este eslabón espiritual, atemporal y metafísico, es para Rilke una de las más amplias concepciones de su universo poético y el hallazgo de caminos que se tocan con su voz iluminada, fundando el espacio por el que con ellos nos comprometemos en soledad extrema y en inagotable mirada.
Las circunstancias de esta correspondencia, datan del 8 de diciembre de 1925, cuando Leonid Psipovich Pasternak, padre de Boris, pintor de óleos y a la postre artífice en la construcción del Museo de Bellas Artes en Moscú (hoy Museo Pushkin), envía a su antiguo conocido Rainer Maria Rilke, una carta de felicitación. (Leonid y Rilke se habían conocido en el segundo y último viaje del poeta a Rusia en 1900).
Esta cálida y larga remembranza de una amistad interrumpida 25 años atrás, contiene entre otros, datos de conocidos comunes, y el testimonio fiel de la infinita admiración de su hijo Boris Pasternak («joven poeta que ya está siendo reconocido y valorado en Rusia»).
La respuesta de Rilke a tan devoto admirador, se produce el 14 de marzo de 1926 desde un sanatorio de Val-Mont sur Territet en Suiza. En ella confiesa su absoluta soledad, el deterioro de sus fuerzas vitales por las permanentes caídas de ánimo, la errancia de todos esos años desde su salida de Rusia, y en la postdata refiere «haber leído en el número de invierno de la revista parisiense Commerce, editada por el «gran poeta Paul Valéry algunos poemas muy expresivos de Boris Pasternak, traducidos al francés por Heléne Izvols­kaia».
La noticia de que Rilke estaba vivo (se había rumorado sobre su muerte), sorprendió a Boris Pasternak cuando atravesaba profundos períodos de ansia y depresión, y en momentos en que leía el Poema del Fin de su entrañable amiga Marina Tsvietáieva, con quien había iniciado su correspondencia en 1921.
El 12 de abril de 1926, Boris se decide a enviar su primera y embriagante misiva a Rilke. En ella intenta liberar la desesperanza que lo invade y la feliz reconcilia­ción con el mundo (momentánea), por haber recibido noticias suyas:
«Grandioso y adorado poeta: No sé dónde terminaría esta carta, ni de qué modo se diferenciaría de la vida, si liberase yo todos los sentimientos de amor, admiración y agradecimiento que siento por usted desde hace ya dos décadas. A usted debo los rasgos fundamentales de mi carácter, toda la estructura de mi existencia espiritual. Todo es creación suya...»
Trasluciendo a Rilke su primera imagen interior, Pasternak da rienda suelta a la emoción contenida en el espacio de sus sueños, cuya única y profunda aspiración desemboca en las estancias de la poesía.
...«Esta, su carta, fue la segunda conmoción del día. Se trata de Marina Tsvietáieva, poeta innata, de gran talento por su estructura espiritual semejante a Desbordes-Valmore. Vive emigrada en París. Yo quisiera —por el amor de Dios, discúlpeme la audacia y la evidente molestia—, yo quisiera... me permitiría desearle que pueda vivir algo semejante a la alegría que, gracias a usted, se ha volcado en mí. Me imagino qué significaría para ella un libro con su dedicatoria, quizás las Elegías de Duino, que yo conozco únicamente de oídas. ¡Por favor, dicúlpeme!, pero en la luz refractada de esta profunda y profética coincidencia, en la ceguera de mi alegre estado de ánimo, quisiera imaginarme que la refracción es una verdad, que mi súplica puede ser escuchada y que no carece de sentido...»
Inaugurado el puente a través de estas alas invisibles, el 3 de mayo de 1926, recibe Marina Tsvietáieva la primera carta de Rainer Maria Rilke y un ejemplar de las Elegías de Duino, con la siguiente dedicatoria:
«Nos tocamos. ¿Con qué? Con aletazos; / hasta con lejanías nos rozamos./ Vive solo el poeta, y quien lo lleva/ se encuentra a veces con quien lo llevaba.»
En el cruce de estos signos en viaje, se funde el primer relámpago con su secuela de hechizos, por el que en adelante, confundidas en una comunión secreta, peregri­narán sus búsquedas simbólicas. Esta carta, llegada a ella como un intercam­bio de espacios comunes en la más elevada espiritualidad de la concepción de sus mundos, desata en Marina Tsvietáieva todas las fuentes amorosas hacia Rilke, hasta entonces ocultas. La profundidad de este sentimiento, se manifiesta de manera resuelta en la descarnada y fascinante desnudez de su respuesta fechada el 9 de mayo de 1926, a través de los siguientes fragmentos:
«Rainer Maria Rilke: ¿Puedo llamarlo así? Pues usted, poesía encarnada, debe saber que su nombre mismo es ya poesía. Rainer Maria, resonancia eclesiástica, infantil, caballeresca. Su nombre no rima con la actualidad: viene del pasado o del futuro; de lejos. Su nombre quería que usted lo eligiese. (somos nosotros quienes elegimos nuestros nombres, y todo lo que acontece después es sólo la consecuencia de tal elección). Su bautizo fue el prólogo a usted todo, y el sacerdote que lo bautizó no sabía en realidad lo que estaba creando. Usted no es el poeta que más amo («más» implica ya una comparación). Usted es un fenómeno de la naturaleza que no puede ser mío, que no se ama, se comprende, o (no es todo aún): usted es el quinto elemento encarnado: la poesía misma; o (no es todo aún): usted es aquello de donde nace la poesía y que es más que la poesía misma (que usted). No hablo del hombre-Rilke (el hombre es aquello a lo que estamos condenados), sino del Rilke-espíritu, que es aún más que el poeta y al que yo llamo Rilke, el Rilke del futuro. Usted debe mirarse con mis ojos: abra-zar su grandeza con la grandeza de mis ojos cuando lo miro: su grandeza en toda su lejanía y vastedad... ¿Qué le queda por hacer a un poeta después de usted? Se puede superar al maestro (Goethe, por ejemplo), pero superarlo a usted significa (significaría) superar la poesía. El poeta es aquel que supera (debe superar) la vida. Usted es una tarea insuperable para los poetas futuros. El poeta que venga después de usted, deberá ser usted mismo, es decir usted deberá nacer de nuevo.»
Tsvietáieva, refiere algunos datos biográficos, los indispensables, y de repente sumida ya en el encantamiento del vínculo, continúa:
«...Espero sus libros como una tormenta que, quiéralo yo o no lo quiera, se desencadenará. Exactamente como una operación de corazón (¡no es metáforal!) cada poesía (tuya) se hunde en el corazón y lo corta a su manera –lo quiera yo o no lo quiera, pero..¡cómo no quererlo! ¿Sabes por qué te digo Tú, y por qué te amo y...y...y..? porque tú eres fuerza, lo más excepcional. Puedes no dar respuesta, yo sé lo que es el tiempo y sé lo que es la poesía. Sé, también, lo que es una carta. Sí. ¿Qué quiero de ti, Rainer? Nada. Todo. El permiso para elevar la mirada hacia ti cada instante de mi vida, como hacia la montaña que me protege (¡como si fueses un pétreo ángel de la guarda!). Mientras no te conocía podía hacerlo así, pero ahora necesito de tu consentimiento. Ya que mi alma es bien educada. Pero voy a escribirte, quiera o no. Te escribiré sobre tu Rusia (el ciclo «Los zares», etc.) Sobre muchas cosas. Tu letra en ruso. Emoción. Yo, que como un indio (¿o hindú?) nunca lloro, yo casi... Leí tu carta a la orilla del océano, el océano la leyó conmigo, la leímos juntos. ¿No te molesta que él la haya leído? No habrá más lectores, soy demasiado celosa (celosa contigo). Aquí tienes mis libros –puedes no leerlos, ponlos en tu escritorio y créeme: antes de mi existencia no existían (en el mundo, por supuesto, no en el escritorio). Tu carta a Boris saldrá hoy mismo, registrada y confiada a la voluntad de los dio­ses. Rusia continúa siendo para mí algo así como el mundo del más allá».
El tríptico a partir de este intercambio de substancias, proseguirá su luminosa y perturbadora expansión, por la que marcharemos sin rumbo ni límite a la recuperación de las heridas, porque Cartas del Verano de 1926, no sólo es el tiempo de los protagonistas y el hallazgo de sus reflexiones más íntimas. Es el tiempo apasionado con su secuela de errores. Es el exilio y sus fisuras más complejas. Es el destino –con su opuesto el azar– franqueando las distancias de los interlocutores. (Marina Tsvietáieva y Rainer Ma­ria Rilke, planean un en­cuentro que siempre se aplaza. En carta del 22 de agosto ella promete al poeta reunirse definitivamente con él en noviembre, cita que una vez más se posterga. Con fecha 31 de diciembre de 1926, recibe Pasternak unas desoladoras líneas de su amiga:
«Boris: Murió Rainer Maria Rilke. Ignoro la fecha. —Hará tres días—. Llegaron a invitarme a la cena de año nuevo y me dieron la noticia. Su última carta para mí (6 de septiembre) termina con un lamento: «¿En primavera? Está demasiado lejos. ¡Más pronto! ¡Más pronto Marina!» (Hablábamos de nuestro encuentro). El ya no dio respuesta a mi carta. Después, ya desde Bellevue, mi carta de una sola línea: (Rainer, ¿dónde estás? Rainer, ¿me amas todavía?). Nos vere­mos algún día Boris? ¡Por el nuevo siglo de Rainer!»).
Cayendo a un vacío que se transformará en luz mayor, la lectura de estos documentos nos fisura también cuando rastreamos a fondo el cruce de cartas entre Pasternak y Tsvietáieva. Literarias, espirituales, amorosas y amistosas correspondencias por las que gravitaron sus sueños, estas pocas que hacen parte de Cartas del Verano de 1926, nos decantan los contornos secretos de su sublimación conmovedora y su desposesión final.
«Tranquilízate mi bien amada, te amo con locura y ayer, después de haber escrito esta carta, caí enfermo, pero hoy la repito... No me escribas, te lo suplico, no esperes cartas mías. Trata de com­prender también por qué no he dicho ni una palabra acerca de los versos «sobre nosotros dos»... Saldré adelante con todo. Termino la carta llorando. Te abrazo. Siempre tuyo. Boris».
El resto de esta correspondencia sostenida entre ellos por más de 14 años antes de su encuentro en París (1935), se conserva inédito a solicitud de Marina Tsvietáieva, y no podrá ser publicado según sus deseos, sino hasta comienzos del siglo venidero.
Hemos franqueado la puerta y ya no hay retorno posible. En la penumbra buscamos el cenit para tocar de sesgo a los fantasmas, y silenciamos, aún al corazón, esperando que llegue la levedad de sus ecos. El más desgarrador, acaso sea la carta póstuma de Marina Tsvietáieva a Rai­ner Maria Rilke:
«¿El año termina con tu muerte? ¿Es el final? ¡Es el principio! Tú eres para ti mismo —el año más nuevo (Amado, lo sé, sé que me lees antes de que escriba)— Rainer, estoy llorando. Tú te derramas por mis ojos. Querido, si tú has muerto, significa que no existe ninguna muerte (¡o ninguna vida!) ¿Qué más? Un pueblecito en Saboya. ¿Cuando? ¿Dónde? Rainer, y nuestro nido para el sueño? Tu ahora sabes ruso y sabes que Nest (nido) es gnezdó y sabes muchas otras cosas también... No quiero releer tus cartas, pues querré ir a alcanzarte allá y no puedo querer; tú sabes bien lo que está unido a este «querer». Rainer, te siento constantemente detrás de mi hombro derecho. ¿Alguna vez pensaste en mí? —Sí, sí, sí. Mañana es el año nuevo Rainer, 1927. El siete es tu número preferido ¿Significa que naciste en 1875 (el pe­riódico)? ¿51 años? ¡Cuán infeliz soy! Pero no debo afligirme. Hoy, a las doce de la noche brindaré contigo (Tú sabes cómo, golpearé tu copa en absoluto silencio). Amado: haz que te sueñe con frecuencia—no, no me he expresado bien: vive en mi sueño. Ahora tú tienes dere­cho a desear, a hacer. Tú y yo no creímos jamás en un encuentro aquí en la tierra, como no creímos jamás en la vida de este mundo ¿no es cierto? Tú te has adelantado (¡y ha sido mejor!) y, para recibirme bien, has reservado no una habitación, ni una casa, sino un paisaje entero. ¿Te beso en los labios? ¿En las sienes? ¿En la frente? Naturalmente —en los labios, verdaderamente —como a un ser vivo. Amado: ámame más intensamente y de diferente manera que los demás. No te enojes conmigo, aún debes acostumbrarte a mí, a cómo soy. Qué otra cosa. No, tú no estás aún en lo alto ni en la lejanía; estás aquí, junto a mí, tu frente está sobre mi hombro. Tú nunca estarás lejos: Nunca estarás inalcanzablemente alto. Tú eres mi querido joven adulto. Rainer, ¡escríbeme! (¿una súplica demasiado estúpida?) Te deseo un feliz año nuevo y un bello paisaje celestial. Rainer: Aún estás en la tierra: No ha pasado un día entero todavía.»
En adelante cruzaremos instancias, y en este territorio de lo indefinido naufragaremos por el desarraigo. Asumido el trance entre imaginación y memoria, la significación de estos enri­quecedores silencios oscilará como un péndulo, y por él, entre un desvelarse y un revelarse, ahondaremos hacia la mayor desnudez posible.
Quedan cristales inmóviles a cuyo resplandor aún no podemos asomarnos, porque sólo tenemos de ellos la intuición que fluye en las inmediaciones del asombro. Gravitaremos entonces una vez más por el hilo inquietante que teje pasado y advenir, en tanto evocamos las conmovedoras palabras testamentarias de Marina Tsvietáieva, antes de su suicidio el 21 de agosto de 1941, y por las que ha sido posible esta publicación:

«Dentro de cincuenta años, cuando todo haya pasado, pasado del todo, cuando los cuerpos hayan quedado reducidos a polvo y la tinta haya palidecido, cuando el destinatario haya partido en busca del remitente, entonces...»

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© Amparo Osorio