Crónica: Que la tierra te sea leve

Por Amparo Osorio
Al pasear por sarcófagos, sepulturas, sepulcros, tumbas, mausoleos, lápidas, panteones o criptas... nombres que al pronunciarlos en cualquier idioma traen un viento frío y parecen inventados por la terrible imaginación de Edgar Allan Poe o por H.P. Lovecraft, es posible encontrar sentencias consagratorias, alegóricas o irónicas, esculpidas para resumir los pasos del difunto.
Esta voz de piedra de la muerte que existe en las más diversas culturas es conocida como Epitafio, del latín tardío Epitaphium (que se hace sobre una tumba), y es tan antigua que no se tiene una cronológica adopción de su uso, presumiéndose que fue asimilada por la mayor parte de los pueblos del mundo como último eslabón con sus seres desaparecidos.
Y así como los dioses también mueren y de algunos se conservan sus tumbas, en la del dios Osiris, ubicada en Sais en el Bajo Egipto, existen signos del período ptolomeico, que a manera de epitafio cuentan la vida del imponente personaje mítico: Esta es la forma de aquel que no puede ser nombrado, Osiris el de los Misterios, que brota de las aguas que retornan.
La Antigua Grecia y la reciente Italia, a pesar de la costumbre de incinerar a sus muertos, son culturas en las que el epitafio es imprescindible, extendiéndose a galerías, claustros, obeliscos y medallones que no necesariamente contienen las cenizas del viajero.
Más allá del monumento tangible es posible que un día leamos sobre una ola el ruego del poeta inglés John Keats, cuyo último deseo fue: Pido que mi Epitafio sea escrito sobre el agua.
Los romanos que incluían casi siempre una deprecación en favor del muerto comenzaban: Sit tibi terra levis (Que la tierra te sea leve) o Siste, viator (Deténte, caminante) que fue durante siglos una de las inscripciones más usadas, debido a que los entierros se efectuaban en la orilla de los caminos. Seguida de esta frase, se procedía a la exaltación del fallecido.
Los primitivos cristianos no ajenos a esa suerte de inmortalidad que se atribuye a las palabras, colocaban como epitafio leyendas alusivas a su fe.
El cuerpo de Dionisos (o Baco el Perfecto), enterrado en Delfos junto a la estatua de Apolo, contenía sobre la tumba la inscripción: Aquí yace muerto Dionisos, hijo de Semele, comprobación de que el epitafio no sólo era propio de hombres sino que frecuentaba las esferas inmortales.
En Esparta se concedía el honor del epitafio sólo a los guerreros que morían luchando por la patria. Sobre la tumba de Leonidas, caído en la batalla de las Termópilas, reza la siguiente leyenda: Pasajero, ve y di a Esparta que sus hijos han muerto por obedecer sus leyes.
Recaen sin embargo dentro de los epitafios toda suerte de adjetivos, desde íntimos, amorosos, despreciativos, poéticos, altruistas, metafóricos, etc., pero quizá uno de los más evocados que no hace parte de la exaltación del difunto, es el escrito sobre la tumba de Richelieu: Aquí yace el Cardenal Richelieu que hizo mucho bien y poco mal, pero el mucho bien lo hizo mal y el poco mal lo hizo bien...
La Enciclopedia Británica para ejemplificar lo que era un epitafio epigramático y satírico, refiere estas líneas sobre el rey Carlos II: Él nunca dijo una cosa tonta, pero tampoco dijo una cosa sabia.
Como culto al amor podríamos citar el que reposa sobre la tumba de Antínoo, amante favorito del emperador romano Adriano, en cuya lápida los embalsamadores egipcios esculpieron: Obedeció a la orden del cielo; o aquel perteneciente al inmortal verso de Quevedo que a lo largo del mundo ha sido adoptado para innumerables tumbas: Polvo serás, más polvo enamorado.
El epitafio de William Shakespeare surgido de su propia pluma, contiene una advertencia: Bendito sea el que respete estas piedras y maldito el que mueva mis huesos. Hubiera sido sin embargo más preciso al autor retomar las últimas palabras del príncipe Hamlet en su agonía: Lo demás es silencio
De una admirable elementalidad podemos decir que es la inscripción sobre la lápida del genio alemán Goethe: era un hombre.
El escritor francés Stendhal autor de Rojo y Negro aseguró su memoria en la piedra con las siguientes palabras: Vio, escribió, amó.
Ejercitado también por los sajones, nórdicos y escandinavos, se han encontrado diseminados por el mundo innumerables epitafios tallados por los vikingos en sus piedras rúnicas.
Extrañamente tomado de la Völsunga Saga (Cantos de la Edda Mayor) que relata los rasgos de las culturas germánicas medievales, María Kodama decidió para la tumba del oracular Borges que reposa en el Cimetière des Rois en Ginebra, la casta frase: Empuña su espada y la pone entre sus desnudeces.
Sobre la lápida de Copérnico encontramos una de las más poéticas y escalofriantes inscripciones: Sta, Sol, ne moveare (Deténte, Sol, no te muevas) y sobre la de Alejandro Magno impresa por sus contemporáneos: Esta tumba debe bastar a aquel a quien no podía bastar el mundo.
Recorriendo el Cementerio de Rarogne Churchyard, de Canton Valais en Suiza hallamos la más romántica de las tumbas para uno de los mayores poetas alemanes. En la piedra esculpida bajo la que reposan los restos de Rainer Maria Rilke se lee: Sublevación o pura contradicción/ amaría ser el sueño de nadie/ bajo tantos párpados cerrados.
En el cementerio de Swan Point en Rhode Island cualquier visitante puede leer con perplejidad la inscripción funesta escrita por uno de los mayores maestros del terror: H.P. Lovecraft, verdadero deleite para los seguidores de Los Mitos de Cthulhu: no muere lo que puede eternamente descansar aunque muera mi muerte.
No menos impactante podríamos decir que es el epitafio que acompaña al francés André Breton, el Papa del Surrealismo (1896-1966), cuyos despojos reposan en el cementerio de Batignolles en París: Yo busqué el oro del tiempo.
El pintor y fotógrafo surrealista Man Ray fue definido con la siguiente inscripción sobre el mármol: Despreocupado pero no indiferente.
William Butler Yeats, premio Nobel de Literatura, versificó su propio epitafio al escribir: mira fríamente en vida a la muerte, mientras pasa su jinete...
Bajo una luna blanca al lado de la tumba de su última esposa (Carol Dunlop) en el Cementerio de Montparnasse en París, los restos del escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) permanecen acompañados de leyendas, piedritas para jugar a la Rayuela, dibujos infantiles y flores que los lúdicos adoradores depositan, al lado de una temblorosa frase seguramente escrita por alguno de sus lectores latinoamericanos para señalarnos lo que hubiera sido su mejor epitafio: Aquí yace el cronopio mayor.
En el Lincoln Cemetery en Kansas City, el caminante puede observar el simbolismo impreso sobre la lápida del jazzista Charlie Parker que a manera de epitafio imaginario representa un pájaro sobrevolando un saxofón, con la única y modesta inscripción: Bird
Por su parte Juan Rulfo el incomparable narrador mexicano que escribió una de las más totalizantes novelas sobre la muerte titulada Pedro Páramo, definida por algunos críticos como un epitafio de 120 páginas, donde los muertos más antiguos hablan con voz más queda y más lejana que los recientes, termina con la asombrosa frase: y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
El escritor norteamericano Edgar Lee Masters (1869-1950) en Los Poemas de Spoonriver, recrea la historia de los moradores de un pueblo, sus costumbres, sus amores y sus oficios a través de epitafios escritos en primera persona, culto que no le impidió crear su propio recuerdo pétreo: yo soy un soñador de la muerte bendita. Caminemos y escuchemos la alondra.
Malcolm Lowry, el novelista inglés, eterno ebrio, autor de la magistral novela Bajo el volcán, dejó escrito en verso igualmente su epitafio: Difunto del Bowery/ su prosa era florida/ a veces brillante/ vivió de noche y bebió de día/ y murió tocando el ukelele.
También el gran ensayista y poeta mexicano Octavio Paz imaginó en uno de sus primeros libros su bello epitafio: Quiso cantar, cantar/ para olvidar/ su vida verdadera de mentiras/ y recordar/ su mentirosa vida de verdades.
Otros sin embargo, desposeídos de la tragedia de la muerte, continúan recibiendo la celebración póstuma a su vida. Así, sobre la tumba de la superestrella del rock Jim Douglas Morrison, (1943-1971) ubicada en Le Père Lachaise en París, se congregan frecuentemente fanáticos de todas las latitudes, para entonarle sus propias canciones y beber en su memoria, mientras escriben infinidad de grafittis como el siguiente: Eres la reencarnación de un gato, palabras que son sustituidos velozmente junto a su lapidaria sentencia: cancelo mi pasaporte a la resurrección.
Y después de esta suma de frases del adiós, no es necesario agregar que el epitafio, la voz de la piedra, la tentativa de inmortalizar un gesto, un oficio, un amor, una victoria, una religión o una utopía, es una constelación que nos evoca, un signo que fija el rostro, el sueño inmóvil de alguien que un día fue de carne y hueso, y que hoy apenas habita en el viento.



Derechos reservados
© Amparo Osorio